miércoles, 16 de julio de 2008

VILLA DE LEYVA



Los campesinos con sombreros de palma trenzada, vestidos de tela negra y alpargatas atraviesan, con el paso cortico y bien pausado, los 14 mil metros cuadrados de la plaza principal de Villa de Leyva, extensión que la convirtió en la más grande de Colombia, y luego se internan en alguna de las callejuelas empedradas que los llevan hasta las casas coloniales donde hoy día habitan pintores, escritores, escultores y artesanos que ofrecen talleres de arcilla, arte, pintura y elaboración de manillas; y más allá, a esa tierra de desiertos y olivos que bordea la ciudad.


Antes de partir por estos caminos coloniales que llevan a la tierra árida y también a un páramo de encanto, el visitante al igual que los lugareños, tiene que recorrer pausadamente y a pie la ciudad de Villa de Leyva. Debe, además, traspasar los gruesos portones de madera de las casonas de interés histórico, internarse en ellas, recorrer los corredores enlosados, los jardines de buganviles rodeados de arcos y descubrir sus secretos inmersos en una atmósfera de señorío colonial.La de don Juan de Castellanos y la de Quintero, por ejemplo, tienen tres patios cada una, alrededor de los cuales funcionan restaurantes, cafés, bares, galerías y tiendas típicas del campo; la del Maestro Luis Alberto Acuña, una muestra permanente de cuadros al óleo y acrílicos, dibujos al carboncillo, esculturas en concreto, murales en acrílico, etc., y el Monasterio del Santo Eccehomo, en la vía a Sutamarchán, que es un convento fundado por los dominicos en 1620, una colección de arte religioso y un escenario para escuchar música religiosa.


En la vereda Monquirá, a 5 kilómetros de la Plaza Mayor, el museo El Fósil conserva huellas de animales, incluso un cronosaurio -reptil marino prehistórico- y plantas de hace 150 millones de años, cuando estas tierras estuvieron cubiertas por mar. Y por si esto fuera poco, por esta misma vía se llega a la tierra casi desértica y de olivos donde se localiza el Infiernito, observatorio astronómico y metereológico atribuido a los indígenas y que consiste en 30 monolitos fálicos, que servían para descifrar las temporadas de siembra y cosecha.

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